No es clasismo, es racismo

A propósito de las manifestaciones en medio de la pandemia en torno al movimiento “black lives matters” (“las vidas de los negros importan”), aquí circuló en las redes un llamado a asociar el crimen de Luis Espinoza en Tucumán con el de George Floyd en Estados Unidos, con el lema: “Allí fue racismo, aquí fue clasismo”. Entrando en el debate, Alejandro Mamani, compañero de la CTA de los trabajadores y abogado de AMMAR, se pregunta “Pero… ¿existe esa diferencia?” en nota publicada días atrás en Página/12. Su lectura nos hará reflexionar, ya que el racismo está tan integrado en nuestras sociedades que se ha vuelto fácil de ignorar.

 

Hablar de racismo en Argentina es un tema tabú, aun dentro del progresismo, pero ¿qué hace que hablar de racismo sea tan complejo? O, mejor dicho: ¿Qué hace que aun dentro del mundo de las “buenas personas” haya resistencia para hablar de racismo? Eso sin mencionar que aun en el mundo del arte, derechos humanos y el periodismo “bienpensante” las personas son blancas. Claro, ser blanco en argentina no es una traducción literal del ser blanco en EE UU, pero en algo sí se puede trazar un paralelismo, y es que el daltonismo racial no nos ayuda, la gente que no ve colores piensa que una buena acción enunciativa se traduce en equidad, y no, las políticas públicas se traducen en equidad real.

Un blanqueamiento histórico: un lavado de diferencias

El crimen de George Floyd fue el detonante social para que los medios de comunicación de toda América Latina estén con los ojos en el Norte, pero la violencia, los asesinatos y las torturas por parte de agentes estatales contra las personas racializadas no son ajenos al Estado argentino. El problema aquí fue que debajo del mito de los barcos, sumado al borramiento de las personas que habitaban desde el principio esta tierra a través de la canción del crisol de razas se produjo el blanqueamiento histórico. Existen numerosos mecanismos que anulan la posibilidad de reconocer que no es lo mismo tener un apellido indígena que uno italiano, que no es lo mismo ser marrón-indígena que ser blanco.

El racismo no es una cuestión homogénea que puede ser traducida literalmente a todos los contextos sociales, mucho mas teniendo en cuenta que América estuvo habitada por múltiples estructuras previo a la colonización y masacre. Los hijos e hijas de ese proceso, al menos en Argentina, experimentamos el borramiento de nuestro origen con el país, así también como el silenciamiento existencial, la presencia casi nula de personas con rasgos indígenas en espacios visibles de poder, arte, literatura, periodismo, televisión y academia. Esta foto del contexto es algo que debemos analizar, y debemos también preguntarnos por qué las personas que hablan de racismo en la Academia son blancas, por qué, a pesar de un movimiento feminista tan fuerte, las voces representativas son blancas, por qué, a pesar de que este gobierno es de todes, podemos contar con una mano les funcionaries que no son blancos.

Lo afro y lo indígena en Argentina

Entendemos lo afro como un concepto bastante firme, podemos enlazar la posibilidad del racismo con lo afro, al menos desde una construcción. Esto no sucedió con lo indígena, el concepto fue cercado al punto tal de entender que lo indígena es eso lejano, exótico. Que existe sólo en comunidades a las que llegan investigadores y móviles policiales, pero en la urbanidad también habitamos compartiendo ese origen en común, con historias de vidas similares, y, lo que es más complejo, con respuestas de estado similares, con un trato diferenciado en el acceso a derechos, con la presunción de otredad. El Estado argentino en el imaginario es blanco, incluso a veces pensamos que argentina es CABA y las capitales de las provincias son emulaciones de una Capital Federal. A veces parecería que lxs marronxs deberíamos pedir permiso, simplemente para decir que existimos.

¿Por qué hablamos de identidad marrón?

En mi experiencia personal, entenderme como sujeto racializado fue complejo. En la universidad pensaba que ciertas situaciones eran una particularidad que refería a mi clase o a un desfasaje cultural. Entrar al mundo de la sociedad civil de los Derechos Humanos en Argentina fue similar, la pregunta siempre fue por qué soy el único que no es blanco aquí; por qué soy el único con un apellido indígena sobre el que se adosa la nacionalidad boliviana como un pasaporte; por qué siempre hay una sombra de sospecha sobre mi profesión, sobre la posibilidad de robar; por qué los guardias me siguen en las tiendas; por qué un policía me trata diferente después de mostrar la matrícula de abogado. Ser parte de Identidad Marrón, tomar el color como lo evidente que todos sabían pero que yo no entendía, fue una forma de responder ante eso que parecía particular, pero era estructural.

Hablar de lo marrón fue sacarle la capa poética al color, dejar de hablar de cobrizo, tierra, canela, morocho, trigueño, bronce, para transformar lo velado en evidente, hablar de marrón era la respuesta al “negro de mierda” que tantas veces me dijeron a mí y a mis compañerxs. Es poder hablar del color que tienen las personas en las cárceles, en los empleos precarios, en el empleo doméstico, es agenciar nuestra existencia lejos de managers blancos que necesitan un sujeto tutelado de Derechos Humanos para darnos voz. Es hablar, siempre entendiendo que no somos los primeros, que hay una historia de mucha gente que luchó contra el racismo, que sintió la incomodidad que siento y que millones más sienten.

Hablar de lo marrón es entender que hay datos sobre asesinatos de la policía analizan género, edad, pero que no se habla de color. En los medios podemos ver que la mayor parte de los asesinatos a manos de la policía son a personas marrones-racializadas. La sombra de la sospecha por el color de piel se maximiza a la hora de actuar, a la hora de disparar. La policía detiene y asesina mayoritariamente a personas con la tez marrón. Los casos de muertes por parte de la policía en los que la víctima fue una persona blanca tuvieron especial atención de la prensa: Mariano Witis, Miguel Bru, Santiago Maldonado (donde los gendarmes pensaron que era un mapuche más), por citar ejemplos, nos hablan de la empatía selectiva social. Sin ir más lejos, ni a otro país, Facundo Ferreira, un niño de doce años, fue asesinado en 2018 por la espalda. Luis Espinoza, un trabajador rural, fue desaparecido por agentes policiales y asesinado, un crimen aberrante sobre el cual lo máximo que se llegó a decir es que era “violencia institucional”.

Hablar de lo marrón es entender que venimos de las culturas previas al genocidio indígena, es entender que tener un árbol genealógico es un privilegio, que tener archivos fotográficos y fílmicos es, en promedio, cosa de personas blancas, que la pobreza no es una casualidad sino que tiene una matriz racista, que no es solo una diferencia de clases, sino ir más al fondo y entender que por más que haya dinero, estatus, títulos, hay algo más detrás de esto, que querer encerrar el trato diferenciado en el clasismo es olvidar quiénes son los que “humanizan” a las otredades. Hablar de racismo es hablarles a las personas que piensan que las particularidades, las precarizaciones, los silenciamientos, los vacíos, la falta de representación, son una casualidad. Pero somos millones de personas caminando por las calles, en marchas, en todos los espacios de base, en la educación, somos millones de personas que la colonización no pudo exterminar.

 

Artículo publicado en Página/12

 

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